En abril de 2020, cuando gran parte del planeta se encuentra en situación de emergencia debido a la pandemia causada por el COVID-19 y tenemos que guardar la denominada “distancia social” y quedarnos en casa, el ciclón Harold afectó a diferentes pequeños Estados insulares en el Pacífico. Estos Estados se enfrentan a graves impactos climáticos, como son la elevación del nivel del mar y las tormentas, cada vez más frecuentes e intensas. Solo en Vanuatu, el 90% de las casas y otras infraestructuras sufrieron daños por el ciclón. Cerca de 160.000 personas necesitan ayuda. En Fiji y en Tonga, el panorama es igual de desalentador.
Muchas personas afectadas por el ciclón fueron reubicadas en albergues temporales en los que mantener la distancia interpersonal resulta casi imposible. De hecho, en Vanuatu se tuvieron que levantar las medidas de distanciamiento para que las personas pudieran acudir a estos albergues temporales. Además, cabe destacar que algunas de las personas que murieron por los efectos de este ciclón se encontraban en un barco que salía de la capital de las Islas Salomón siguiendo las recomendaciones gubernamentales de confinarse en sus hogares que, con frecuencia en esta región, se encuentran en otras islas.
En la frontera norte de México, una parte del corredor migratorio más importante del mundo se localiza en territorio fuertemente afectado por las sequías. En esta región, como en tantas otras, los albergues de personas migrantes acogen a mucha más población de la que cabría en condiciones dignas. En la misma línea, en Cox’s Bazar, un campo de personas refugiadas y apátridas en el sur de Bangladesh (país azotado por las inundaciones, los ciclones y la elevación del nivel del mar, con innumerables casos de migraciones inducidas por el cambio climático) las organizaciones humanitarias temen por los impactos que pueda tener el COVID-19 entre la población confinada. Como señala Alex Randall, coordinador de Climate and Migration Coalition, las medidas de confinamiento son totalmente opuestas a las necesarias en casos de desastres, en las que las personas han de huir para poder sobrevivir. Estos ejemplos demuestran la dificultad para protegerse ante el virus a la que se enfrentan muchas personas migrantes, que ven su derecho humano a la salud grave y especialmente afectado.
En algunos lugares la migración puede entenderse como una forma de hacer frente a los impactos del cambio climático. Por ejemplo, ante patrones de lluvia cambiantes que afectan a los cultivos, algunas familias toman la decisión de enviar a alguno de sus miembros a trabajar a una ciudad cercana y así contar con ingresos económicos. En tiempos de COVID-19, ¿cómo van a poder estas familias resistir a las afectaciones a sus cultivos? Si bien en algunos países se están otorgando ayudas económicas a las personas afectadas laboralmente por las restricciones de movilidad, se ha de tener en cuenta que la mayoría de las migraciones climáticas tienen lugar hoy en día en el Sur global, por lo que, seguramente, las respuestas gubernamentales tendrán un alcance todavía más limitado.
El Covid-19 está llegando a áreas que ya eran sensibles a los impactos del cambio climático y a personas que se encontraban en situaciones difíciles. Desde la Organización Internacional para las Migraciones (OIM) explican al respecto que la pandemia está añadiendo una capa más de vulnerabilidad a las poblaciones más frágiles. El virus no entiende de fronteras, ni de situaciones administrativas, pero sus efectos tienden, al igual que los del cambio climático, a multiplicar las desigualdades y a perjudicar a unos grupos de población más que a otros. Como comentan desde la colectiva RIGEN “las pandemias sí saben de género, etnia, clase y territorialidad. Los grupos más vulnerabilizados están en la primera línea en la emergencia sanitaria”.
El Covid-19 está llegando a áreas que ya eran sensibles a los impactos del cambio climático y a personas que se encontraban en situaciones difíciles.
En este contexto, la mayoría de los Estados han impuesto medidas de restricción de la movilidad, tanto dentro de sus fronteras como a nivel internacional. Sin embargo, el cierre de las fronteras no quiere decir que las personas dejen de intentar cruzarlas, seguramente asumiendo mayores riesgos. Además, estas restricciones están dificultando que aquellas personas que se ven afectadas por los impactos climáticos puedan trasladarse en busca de un destino mejor, lo que está dando lugar a situaciones de inmovilidad forzada (trapped populations). Estas situaciones tampoco son homogéneas, como se señala en el informe “Perspectiva de Género en las Migraciones Climáticas”. En este sentido, las mujeres y las niñas, cuando han de permanecer en el hogar ante situaciones adversas como las generadas por los impactos climáticos, a menudo se exponen a mayor discriminación, niveles de pobreza económica más elevados e incremento de la carga de trabajo, tanto dentro como fuera del hogar. Por si esto fuera poco, también hay evidencias de que, en contextos de crisis, como es la generada por el COVID-19 en un mundo que ya atravesaba una fuerte crisis climática, la violencia hacia las mujeres tiende a aumentar.
Las migraciones climáticas evidencian que la emergencia climática está teniendo y tendrá efectos mucho más graves que la pandemia. Si bien estos meses estamos viendo como las emisiones de gases de efecto invernadero y la contaminación atmosférica están disminuyendo, se corre el peligro de que las normas de protección ambiental se pasen por alto con el fin de impulsar la economía. En China, por ejemplo, las normas climáticas se están haciendo más laxas y se teme que esta sea la tendencia predominante en otros países. Esto sería un gran fracaso en un momento en el que no nos podemos permitir un retroceso en las políticas climáticas. Que lo “urgente” no nos haga dar la espalda a lo “importante”.